Un día conocía un hombre que siempre estaba sonriente y
feliz. No parecía tener ningún tipo preocupación en su atareada vida. Porque
tenía una vida muy atareada; no paraba entre sus tres trabajos como dependiente
de una tienda de artículos para decorar por la mañana, como guardia de
seguridad de un gran centro comercial por la tarde, y como propietario y
camarero de un bar de copas por la noche.
Era un hombre normal, ni feo ni
guapo, normal. Tenía un aspecto acorde a su edad y una salud igual. Con un
nombre normal y un apellido normal. Tenía una mujer normal de aspecto normal,
nombre normal con su correspondiente apellido normal. Vivían en un matrimonio
feliz y normal, discutían lo normal y por cosas normales. Vivían una vida normal
con sus dos hijos normales; una niña normal con nombre normal e infancia normal
y un pequeño chico normal de nombre también normal.
Salía de su casa a las 7 de la
mañana tras haber besado a su mujer, y arropado a sus hijos que aun dormían en
la cama. Desayuna, recoge la cocina y marcha a su ocupada vida. Aún así es muy
feliz, dichosamente feliz. Su matrimonio va bien, sus hijos son felices y le
quieren. Tiene un nivel de vida bastante bueno. Es una familia feliz de
anuncio.
Tienen una casa a casi las afueras
de la ciudad. Era de dos pisos con jardín delantero y trasero; en el trasero tenía
unos columpios para que jugasen sus hijos y un pequeño cenador entre dos
cerezos. Un césped cuidado y flores hermosas. El delantero era solo césped
exceptuando un árbol extraño que había cerca de la entrada.
Era robusto y majestuoso y en mi
vida como viajero nunca había visto ni volví a ver. Era un árbol único tanto en
forma como color y tamaño. No es os imagináis porque es imposible describirlo
con detalle, pero ese árbol era el secreto de la felicidad del hombre y su
familia.
Todo fue al poco de llegar a su
ciudad. Entré en la tienda en que trabajaba por la mañana a comprar una pequeña
jaula de madera. En un principio no me llamo la atención, era un empleado
normal con una vida normal. A la tarde fui, curiosamente, al mismo centro
comercial en el que trabajaba. Entonces me sonó vagamente su cara pero no en
exceso, pero cuando fui a preguntarle por la sección de jardinería si supe que
era el mismo. “Que trabajador es este hombre” pensé, pero no sospechaba hasta
que punto lo era. Compré los geranios que necesitaba y pasé la tarde allí. Al
caer la noche salí y me fui a tomar algo a un bar que había a unos 30 minutos
del centro comercial. El bar daba a un amplio parque a travesado por un pequeño
arroyo; en mitad de la noche parecía sacado de un cuento de hadas. Allí
capturaría mi estrella. Entre en un bar con un pequeño letrero que decía
“Clover”, siendo la o un trébol de cuatro hojas. Era un sitio amplio y
ordenado, se oía una suave jazz de fondo. Se veía todo el bar bien a pesar de
estar poco iluminado; me acerque a la barra y le pedí al camarero, que estaba
de espaldas, una lluvia de estrellas (uno de los combinados más complicados que
existen). Inmediatamente se puso hacerlo mientras terminaba de mirar el bar.
Cuando termino y me coloco el vaso frente a mi pude ver su cara y, esta vez sí,
le reconocí. Era el mismo hombre que él de la tienda y el mismo que él del
centro comercial. Seguía rebosante de energía y con su sonrisa en la cara. No
había ningún rastro de cansancio en su rostro. No pude contenerme y le pregunté
cómo era posible que tuviera tres trabajos y siguiese lleno de vida.
Me conto que la tienda era de su
mujer que estaba de baja por la maternidad y no se podía permitir cerrar la
tienda durante tres meses. El centro comercial era su hobby (¿quién tiene de
hobby trabajar de guardia de seguridad?) porque le permitía andar, conocer
gente y pensar en sus cosas, y que, finalmente, este era su bar. Lo había
abierto hace cuatro años y el negocio le iba viento en popa. Entonces me
preguntó por qué me había pasado el día en la calle.
Le conté que era un viajero y
estaba tras una estrella que confiaba que aparecería en esta ciudad.
Me resulto muy extraño cuando en
vez de mirarme como un loco sonrío y me preguntó si tenía donde pasar la noche,
le dije que no. Con una amplia sonrisa dijo “pues te quedas en mi casa”. No me
dio tiempo siquiera a replicar o declinar su oferta.
Esa noche no apareció mi estrella
pero me la pase hablando con aquel increíble hombre. Descubrí que no se creía
nadie especial; simplemente se había esforzado por cumplir sus sueños. También
me contó que el también perseguía una estrella pero que la alcanzo cuando
conoció a su esposa.
Al día siguiente el hombre me
invito a pasar con él el día hasta que llegara a la noche y pudiese atrapar mi
estrella. Fue un día largo y agotador, no sé cómo podía seguir ese ritmo de
vida. Al llegar la noche a duras penas podía mantenerme en pie.
Volvíamos a estar en el bar. Empezamos
a hablar sobre el día y me contó que su truco para poder afrontar ese ritmo
residía en tomarse lo todo con buen humor y en el árbol plantado frente su
casa.
Esa noche tampoco vi a mi
estrella.
Decidí pasar los días con aquella
familia tan normal y feliz, y seguir su ritmo de vida. Probé a hacer lo mismo
que él, sonreír a todo. Y funcionaba, todo era más fácil. No costaba tanto
seguir esa vida pero aún así sí que terminaba cansado pero no cansancio del
trabajo si no por los problemas que surgen en el día a día.
Pasaron muchos días hasta que una
noche pude atrapar por fin a mi estrella. Iba a ser la última noche que pasaba
con esa familia. Me daba un poco de pena despedirme de ellos.
Esa noche le pregunte al hombre
cuando llegamos a casa porque se paraba siempre frente al árbol y dejaba lo que
parecía ser un abrigo o una chaqueta invisible. Parecía pesar ese aire que se
quitaba. Me dijo que eso eran todos sus problemas. Se los quitaba todas las
noches y los dejaba en el árbol y a la mañana siguiente los volvía a coger.
Porque así los problemas se volvían más pequeños.
En realidad no se reducían, me
comento el hombre. Lo que realmente pasaba es que cuando se liberaba de sus
preocupaciones y las dejaba en el árbol y a la mañana siguiente las recogía ya
no le parecían tan graves ni tan serias. El verlas todos los días con una
ilusión renovada le ayudaba a hacerlos frente.
Me contó que aquel árbol es en
realidad dos. El día que pidió matrimonio a su mujer se regalaron cada uno un
árbol que le recordase a otro. Los plantaron en la casa uno al lado de otro
pero a la mañana siguiente no estaba ninguno de los dos, estaba el árbol que
teníamos ahora frente a nosotros. Me dijo que ese era el árbol de su familia,
él que les protegía y cuidaba de todos los males del exterior.
Cuando hablaba del árbol lo hacía
con orgullo y cariño, pero en su voz se podía notar un ligero matiz de
tristeza.
Fue entonces cuando me confesó
que el árbol estaba enfermo. Se moría ante su propia soledad.
Había nacido del amor canalizado
por ellos a los árboles pero ahora necesitaba alguien a quien amar el mismo. Un
ser que fuese solo para el árbol como lo era para él su mujer.
Me pasé la noche dando vueltas a
lo que me había dicho el hombre mientras me iluminada la luz de mi estrella.
A media noche me marche dejándolos una nota dándoles las gracias y diciéndoles que haría cualquier cosa
por perdurar su felicidad.
Cuando el hombre al día
siguiente, cuando fue a recoger sus problemas, se quedo sorprendido de ver el
árbol lleno de vida. Sus ramas estaban llenas de unas flores de incalculable
belleza que parecían brillar con la luz de una estrella.
A los pies del árbol descansaba
el cuerpo inerte del geranio y la jaula vacía de mi estrella. En la base de la
jaula estaba dibujado un corazón en el que salían la estrella y el árbol.
Al final no era mi estrella sino
la de aquel árbol.
Fue así como el árbol encontró a
su único amor y pudo seguir aportando felicidad a esa familia normal.